En el post anterior hablé del maravilloso Tate Modern y me quedé con ganas de contar un poco más acerca de Londres, una ciudad que no colmó demasiado mis expectativas pero que vale la pena visitar (no me hagan caso a mí, vayan y recórranla ustedes para sacar conclusiones). Sin embargo, Bloomsbury merece una mención aparte. He aquí mi relato sobre nuestra estadía en este barrio.
Nos hospedaron en el número 41 de Cartwright Gardens, donde todas las fachadas eran la misma fachada, y las casas parecían ser todas la misma casa. Era fácil perderse, me pareció entonces, aunque ahora puedo recordar exactamente dónde estaba ubicado el edificio, aproximadamente a unos 500 metros de St. Pancras Station y de King’s Cross. En dirección contraria, a varias cuadras, estaba Euston Station, donde tomamos el underground la primera mañana, luego de una caminata por Euston Road. Recuerdo que acabábamos de llegar en tren desde París, era muy temprano y habíamos dejado las valijas en una consigna de equipaje en St. Pancras para dar una vuelta por la ciudad.
St. Pancras era una enorme construcción roja con filosos picos, que a la vista parecía amarronada por el paso del tiempo y la pérdida de color de los materiales. Los elegantes carteles indicaban en bellas letras doradas “St. Pancras Station”, con la grandilocuencia característica de otros tiempos, anunciando la importancia de la gran estación: aquí llegan los trenes internacionales desde Francia y Bélgica, por ejemplo. También desde allí parten trenes nacionales hacia el interior del Reino Unido. Nosotros tomamos el tren hacia el aeropuerto de Luton, cuya estación está algo alejada y requiere un trayecto en bus para poder llegar a la terminal.

Nuestro diminuto departamento estaba en el primer piso de un pequeño edificio de cuatro plantas y un subsuelo. El mismo daba al frente, de modo que podíamos ver la calle a través de nuestra ventana, que por su gran tamaño dejaba pasar muchísima luz. Podíamos acceder al balcón solamente a través de la ventana, de manera que salir a él parecía convertirse en un acto de escape y de contorsionismo al mismo tiempo.
La fachada de la planta baja estaba pintada de blanco y los pisos superiores tenían ladrillos a la vista con molduras blancas que indicaban las separaciones de cada planta, con idénticas ventanas repitiéndose una y otra vez en cada departamento. Solamente el primer piso contaba con balcones, no así el segundo ni el tercero. La puerta de entrada de cada edificio era enorme, pesada y negra.
Todas las cuadras del barrio parecían albergar edificios idénticos de rojos ladrillos y grandes aberturas, uno exactamente igual al anterior y al siguiente. Lo maravilloso de Bloomsbury era que, si bien la arquitectura era bastante uniforme, no dejaba de ser ese encantador barrio universitario, lleno de jovialidad y juventud.
A mí me gustaba más tomar el underground en Russell Square, una estación bastante cercana al British Museum, pero mi novio prefería King’s Cross. Aun así, casi siempre ganaba yo, de forma que hacíamos el mismo camino hacia la estación, pasando por el supermercado Tesco, luego caminábamos frente a un moderno y enorme edificio blanco, varios hoteles, pequeñas liberías, el centro comercial Brunswick, pubs, cafés, restaurantes supuestamente italianos, gente joven y más gente joven. La estación Russel Square estaba a una cuadra de la plaza del mismo nombre. No tenía mucho encanto: era solamente un cuadrado verde, como el nombre lo indica.

En cambio, Cartwright Gardens era un bonito parque de pequeña extensión, con forma de un semicírculo, cercado con unas simpáticas rejas bajas de color negro y rodeado de hermosos árboles y plantas llenas de vida. En el medio había una cancha de tenis, o paddle, no sé bien la diferencia. Podía verse gente jugando al atardecer o a la mañana, cuando nos despertábamos temprano para desayunar y salir de paseo por Londres.
El orden era algo presente en cada pequeño rincón de Bloomsbury, así como también en todo Londres en general. Pero en aquél barrio uno podía sentirse como en casa, sin hordas de turistas aplastándonos los pies ni empujándonos hacia el Tube, a excepción de lugares como el British Museum. Era la tranquilidad de sus calles lo que me reconfortaba, y sin que lo notara, seguía siendo una de las ciudades más densamente pobladas e importantes del mundo. Un pedacito de paz en la gran urbe londinense, podría decirse. Un tesoro escondido en el medio del mar.

El día que más disfruté de nuestra estadía fue cuando visitamos el concurrido British Museum. Nos levantamos bien temprano, desayunamos y esperamos a mi amiga Gisella que venía por nosotros para ir al museo. Hicimos el camino habitual hacia Russell Square, luego caminamos aproximadamente 200 metros más y allí estábamos, frente al colosal edificio blanco de grandes columnas, rodeado de leones de piedra que simulaban ser sus guardianes. Su techo vidriado en forma de cúpula dejaba entrar la luz solar que bañaba todo el edificio de un brillo celestial. Entrar al museo fue como ingresar en una máquina del tiempo hacia épocas en las que civilizaciones antiguas como la egipcia, la azteca, la romana o la griega se encontraban en pleno apogeo. Toda la magnificencia de los viejos pobladores del mundo se hallaba bajo el techo de dichoso museo.

Antes de ir a Londres, había leído que Bloomsbury había sido el barrio donde vivieron grandes escritores como Charles Dickens o Virginia Woolf. Incluso personajes como el escritor Charles Darwin, el economista John Maynard Keynes y el músico Bob Marley habían hecho de este barrio su hogar. Por otra parte, allí se encuentran las universidades más importantes de la ciudad. El ambiente intelectual e histórico influyó sobre mi decisión y supe que debíamos hospedarnos allí.
A pesar de su pomposidad, Bloomsbury era un lugar fácilmente adorable. Sin demasiadas pretensiones a nivel arquitectónico, con sus edificios parejos de ladrillos a la vista, con sus puertas elegantes y los dinteles arqueados de las impecables ventanas, no dejaba de mostrar en cada rincón una amistosa elegancia. Sinónimo de épocas pasadas de grandezas, era un gran escenario para mi primera visita a Londres. Sé que cuando vuelva a esa gran ciudad, Bloomsbury me estará esperando con los brazos abiertos.